Supongamos que hay, al menos, dos formas completamente adecuadas de envolver con papel tu hamburguesa, tu kebab, tu wrap, tu perrito caliente o tu bocadillo. Con «completamente adecuadas» me refiero a un papel que no se rompa fácilmente, que no se pegue demasiado a tu comida, que no se quede pringado en la grasa del alimento, que no se fastidie por la humedad.

Supongamos que una de esas formas implica utilizar unas sustancias que pueden difundirse a la comida y pueden causar, según indican algunos estudios, colesterol alto, cáncer de riñón, cáncer de testículo, enfermedades tiroideas, hipertensión en el embarazo y colitis ulcerosa. Romper los enlaces carbono-flúor de las sustancias perfluoroalquiladas (PFAS) no es tarea fácil, así que, aunque las cantidades sean muy pequeñas, pueden acumularse en nuestro humano cuerpo…
…y también en el ambiente, claro, porque no se da el caso de que los demás organismos vivos sean mucho mejores que nosotros a la hora de degradar estas macromoléculas. La estabilidad de las PFAS es tal que se han identificado en tejidos de osos polares del Ártico. Y sí, son indefectiblemente artificiales.