En los años 80, Keys y colaboradores calificaron como mediterránea una dieta basada en los productos de origen vegetal, como los cereales, los tubérculos y las frutas frescas. Esta dieta no abusa de carnes, de lácteos ni de huevos, y, en general, no consiste en comidas copiosas.
Plato típico árabe-mediterráneo en un bar marroquí, basado en humus y yogur. Fotografía de Alpha.
La (al menos en su momento) lúcida aportación de Keys et al. pertenece más al terreno ideal que al descriptivo, pero tiene todo mi reconocimiento y agrado aun a día de hoy. Pongamos que partimos de una dieta típica de Estados Unidos, más concretamente del interior del país, abundante en carne roja, en carne blanca, en huevos, en productos lácteos. Esta dieta implica una dosis de proteínas y de vitamina B12 muy superior a la que necesitamos, y… ¿para qué? ¿Para gastar recursos innecesarios y para descomponer esas proteínas hasta compuestos nitrogenados más simples, mediante una serie de reacciones metabólicas que bien nos podríamos ahorrar? Y, además, es una dieta rica en grasas animales, pobre en proteínas vegetales y susceptible de hacer aumentar el colesterol.